viernes, 9 de mayo de 2014

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Siente la soledad, el frío invernal le cala en sus huesos y no sabe qué dirección tomar. Parece sencillo: dar marcha atrás y hacer como que nada ha pasado, sonrisa fingida, mirada en el suelo, el orgullo olvidado entre los dos coches de la calle de abajo, escondido odiándola..
Ella también se odia. Es débil. Tonta. Está rota.
Se para en la calle, no sabe, no quiere saber. Mira a su alrededor después de... ¿cuánto? ¿Horas, minutos andando? Ve que está rodeada de prado sin casa alguna a la vista ni señal de que alguien más rondara allí. Era extraño, se sentía más segura que en su casa o en su habitación.
Siguió andando.
Y siguió.
Ya era noche cerrada cuando paró a descansar cinco minutos. Todo a su alrededor eran prados enormes bajo un manto de estrellas y el silencio más absoluto. Nunca había estado allí y no sabía hacia dónde se dirigía. Le daba igual.

Al día siguiente, después de una noche de seguir con aquel ritmo de andar y más andar calló al suelo. Tenía sed y hambre, y una sonrisa en la boca medio de locura  medio de alegría en su estado más puro. Se levantó tambaleándose sobre sus pies y ando, ando, ando... 

Dos días pasaron y volvió a caer. Esta vez no se levantó, pero la sonrisa en su boca -sí, esa tan rara- al contrario que sus piernas, fue lo único que siguió ahí junto a sus últimas palabras perdidas en el viento y escuchadas por la nada.
-Todo mejor que volver... Todo mejor que sentir como golpean tu carne hasta que ya no sientes nada...

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